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domingo, 31 de mayo de 2015

Historias mínimas que nos marcan más que cualquier éxito o derrota

Es de noche, afuera llueve. Hace frío. En mi pequeña casilla del
 sur, las gotas suenan en estruendos sobre el techo de chapa. Estoy
 todavía en la cama muy tapado agarrado del pie de Heloísa, que está
 por cumplir 3 años. La vela de la cocina hizo guardia toda la noche
 y destella amabilidad. Son precisamente las 4 y comienzo a pensar en
 prender mi cocina de leña. Aprendí a tener un pequeño duvet para mi
 niña -siempre patea cualquier cosa que la tape-, que al ser muy
 liviano forma una carpa individual sobre ella, apoyado entre Vani y
 el cocinero. Sin peso alguno, la cuida del frío.
 Para dormirse me agarra un dedo y con la otra mano toma el pelo de
 su madre aprovechando los más hermosos rulos que hayan existido
 jamás.
 Miro la cocina desde la cama, anoche la cargué por última vez a las
 10. Seguramente en mis pavas grandes, el agua todavía esta tibia.
 Antes de acostarme, para no hacer ruido al amanecer, dejo unas
 astillas de leña y unas tiras de cajas de cartón para prenderlo.
 Armo el fuego cuidadosamente, dejando aire entre las astillas, y con
 un solo fósforo enciendo el fuego que estará otra vez ardiendo hasta
 la noche. En una hora tengo el horno bien caliente para mi pan negro
 que se está levando sobre el tanque de agua en las alturas de la
 casilla. Hice una masa muy líquida con cuchara de madera y sal de
 mar. Lo cocinaré en un molde casi cuadrado.
 Preparo los dulces del desayuno, dentro de peroles pequeños con tapa
 de madera de olivo. Uno, de damascos, hecho en una chacra de Los
 Antiguos sobre el lago Buenos Aires; el segundo es una jalea de
 corintos que hace mi hermano Carlos de a ocho kilos; el tercero es
 una jalea de membrillos de altura de Cachi. Combinados con la
 manteca casera de Trevelin y mi pan negro tostado sobre el hierro,
 darán comienzo al día.

 Los valles de Trevelin y Corcovado tienen un
 ganado ejemplar con sus pastos de aguas andinas y sus mallines tan
 fértiles como húmedos, donde pacen las bestias en un andar vital.
 De noche Heloísa cumple un ritual antes de lavarse los dientes,
 parada sobre un banquito. Pone a dormir en unos estantes pequeños de
 un esquinero del baño a sus amigos: Chulo, un oso de crochet tejido
 por la madre de Javier, que es tapado con un pañuelo estampado con
 hongos; el caballo de madera con ruedas, cubierto con uno verde de
 Bambi, y los cuatro ositos iguales cobijados con uno cuadriculado
 rosa. Les habla y les desea una feliz noche, pidiéndome que la
 acompañe.
 Es un honor para su papá, a lo largo del día, seguir sus sueños, que
 van de jugar con los botones y las cintas rosas de mi enorme
 costurero a unas horas del columpio que cuelga debajo de un añoso
 coihue, subirse a la mochila de mi espalda y buscar desde las
 alturas los hongos que hay en el bosque pidiéndome que se los
 alcance, o leerle repetidamente los cuentos de Babar, nuestro amigo
 preferido.
 Esta niña es nuestra memoria del amor, no le teme al frío, al viento
 o a la lluvia, seguramente porque fue concebida aquí en una tarde de
 sol sobre unos pastizales, a la vera del arroyo El Gato. Así
 quedaron impregnados en su memoria de concepción estos rasgos de
 arroyadas heladas y sus vientos de otoño que anuncian los metros de
 nieve del invierno, cuando la leñera de mi casilla está colmada de
 leña de ñire.
 Sí, son estas pequeñas cotidianeidades que forman la historia de
 nuestra vida y nos marcan con el amor, más que los grandes triunfos
 o derrotas. Ellas forman parte de la vanidad y se desvanecen como
 sueños.

Fuente: Nota de Francis Mallmann, para Revista La Nación, Buenos Aires, Argentina.

Jorge L. Icardi (Reportero internacional...)

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